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Los pequeños placeres de un crítico literario

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Soy crítico literario de profesión... y también por vocación. Por ahí nos acusan de cebarnos con los "errores" de muchos noveles escritores y casi casi traumatizarlos. 



No niego que haya tal o cual crítico con poco tino y arte, pero -en mi caso particular- este burrito adora y respeta muchísimo la literatura; respeto que a lo largo de mis muchos años de experiencia he podido constatar que solo algunos lo tienen. Por ejemplo, cada vez observo cómo pululan más y más novelas digitales que merecerían un mayor cuidado; también me estremezco cuando alguien se presenta como escritor con más de diez libros en su haber. Ya siento escalofríos cuando algún "bloguero literario" recomienda afanosamente tal o cual libro y, al leerlo, mi cara se pone algo como así:

Mi cara después de leer mucha "basura textual"


¡léanlo!


Sin embargo, mi rostro cambió el gesto al leer El viento de Viena (2015), Premio Internacional de Narrativa Buitrago de Lozoya. Por gentileza de su autora, Helena Cosano, he podido realmente degustar un libro bien estructurado, sobriamente redactado y con las ideas claras.








Usted me dirá: "pero esas son cualidades básicas en todo texto, literario o no". Y yo le responderé con mucho pesar de que estas cualidades son algo dignísimo de agradecer en una época donde abundan las novelas "policíacas-romance-intriga-psicoanálisis-eróticas...", todo en uno, como si de tanta mezcla no fueran a crear un "Frankenstein" en forma de libro.




Por lo visto, todavía hay respeto por la literatura y el libro. Junto con el poemario de Maxi de la Peña Memoria de pez y de Javier Pérez Castilla (Leer mi comentario en Pienso en tu sexo), El viento de Viena me ha emocionado tanto que sus más de trescientas páginas las leí de un tirón.

Aquí comentaré solo dos reflexiones. Puedo comentar aspectos como el tratamiento de las descripciones, el tema de la locura como defensa ante el mundo, el sentido del sinsentido y demás aciertos técnicos. Pero seguramente los aburriría y, lo que es peor, seguiría quedándome corto ante tantas bondades de esta estupenda novela.

Tranqui, Homer. Ya voy al grano!


Mientras tanto, les aconsejo comprar El viento de Viena, porque les aseguro que es dinero bien gastado en muy buena literatura.


1.  El cansancio vital

Un tema de largo linaje. La melancolía o modernamente llamada depresión nos asalta por todos los ángulos; eso que se traduce en desgano, en desinterés como en la obra El extranjero de Albert Camus...


Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: «Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias.» Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer.

...o en esa La molicie de la que ya escribió el brillante cuentista peruano Julio Ramón Ribeyro:

A esta hora, tal vez, fuimos en alguna oportunidad presas de la molicie. Recuerdo especialmente un día en que estuve tumbado hasta la hora de la merienda sin poder moverme, y más aún, hasta la hora de la cena, hora en que pude levantarme y arrastrarme hasta el comedor como un sonámbulo. Pero esto no volvió a repetirse por el momento. Aún éramos fuertes. Aún éramos capaces de rechazar todos los asaltos y llenar la tarde de lecturas comunes; de glosas y de disputas, muchas veces bizantinas, pero que tenían la virtud de mantener nuestra inteligencia alerta.

 En la novela de Helena Cosano se traduce como un asco vital, una depresión sin sentido, dolorosa, angustiante, alucinante... ¡aborrecible! El dolor de cabeza, la visión gris de la ciudad, el comportamiento egoísta y sin empatía son alguno de los síntomas de un personaje complejo y muy humano. 

Y aquí estaba... Mirando un cielo bajo y asfixiante, y preguntándose cómo era posible sobrevivir en un sitio igual. Sin deprimirse excesivamente. Sin volverse totalmente loca. (p. 21)

La autora ha estudiado bien a Eleonor, la protagonista de El viento de Viena,  y eso se traduce en una redacción mesurada, exploratoria de la psique femenina, donde el adjetivo se torna inútil para cualquier descripción anímica y el verbo ya no conduce a nada, antes bien, estanca las acciones, las enrarece y las aprisiona. 

A Eleonor no le gustaba ni más ni menos, le daba exactamente igual. En general, todo lo que no tuviera que ver con ella misma le importaba poco, a menos que supusiese una tarea intelectualmente interesante que resolver y siempre que no le doliera la cabeza ni estuviera cansada o angustiada. (p. 23)

2. El fin de los dioses

Este nuevo siglo se debate entre las creencias tradicionales y el despojamiento de un dios o unos dioses que ya no nos satisfacen. Y dentro de lo que pueda significar "dios", incluyo cualquier límite  o sesgo mental que impida la libertad íntima, con la consiguiente defensa de la visión personal sobre el mundo. Si bien es una actitud que tiene su momento inicial a mitad del siglo pasado -con influencia de Freud y las Vanguardias, por ejemplo-, es en esta época donde está tomando álgidas defensas. 

En El viento de Viena, las causas del malestar son otras, tal vez mágicas:

—A mí también me duele la cabeza. Desde que llegué me duele constantemente. Dicen que es el viento. (p. 21)

y las creencias se renuevan, se les resta importancia en pos de una actitud más conciliadora, más universal, más humana. En el siguiente fragmento, Adán -noten el simbolismo bíblico- desea colocar en primer nivel de importancia la amistad de Eleonor, por encima de cualquier otro impedimento:

(...) me gustaría que fuésemos amigos. Pase lo que pase. De forma incondicional. Yo creo en la amistad.
—Yo también creo en la amistad.
—Aunque nunca seas luciferina. Aunque te cases por la Iglesia y te conviertas en una señora convencional. Quiero que mantengamos el contacto. Que podamos contar el uno  con el otro. (p. 340)
Dentro de esos "añejos dioses", estoy convencido de que Helena Cosano ha sabido reflexionar sobre la conducta sexual femenina, novelescamente tan descalabrada en la actualidad y que muy pocos escritores han sabido plasmar sin caer en los lugares comunes y las frases moralizantes. 

Helena Cosano ofrece una nueva visión, más fresca y menos encerrada en el tabú; todo ello contado con una prosa que no cae en la vulgaridad, antes bien, me resulta especialmente elegante y divertida:


—Ay, mi niña —interrumpió Susi—, ¡eso es que folla mal!
Salomé encaró indignada a su madre:
—Bueno, ¿y qué? Aunque así fuera, aunque fuera impotente, so what? ¿qué más da? ¿O es que Samantha no sabe masturbarse ella solita como una chica mayor si quiere más? Tú, mamá, eres tonta y estás mal del coco; te crees que el sexo hace la felicidad (...) (p. 293)

La autora también sabe contarnos las escenas sexuales. No cae en el facilismo del morbo, del mal llamado erotismo al estilo de Cincuenta sombras... En este fragmento, la orgía que se montan los personajes no necesita de frases o escenas explícitas; basta con el uso apropiado de la enumeración y las comas, para culminar con un exquisito suspense, tan breve como bueno:


—Me alegra que ya estés desnudo —dijo suavemente—. ¿Podemos atarte?
Avanzó Salomé, le ató y amordazó con inmensa eficacia. Liubka se paseó con su uniforme de hermanita de la Cruz Roja, y con una pluma blanca le hizo cosquillas por donde quiso. Rick jadeaba de placer... Aún. No por mucho tiempo.
Jugaron. Cosquillas, latigazos, quemaduras con los bastoncillos de incienso, un vaso de agua fría que caía gota a gota donde menos se lo esperaba la víctima —nada demasiado cruel—. Eleonor y Liuba eran curiosas y disfrutaban jugando, explorando, ejerciendo su poder sobre ese cuerpo blando tan indefenso y ridículo, pero ninguna de las dos deseaba hacer realmente daño. Salomé, en cambio, sí. (p. 191)

 ¡Y no me extiendo más! Desde LA OREJA DEL BURRO le damos la enhorabuena a la autora y esperamos que siga cultivando el arte literario que, estamos muy seguros, lo sabe hacer muy bien. 

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